De vez en cuando la mirada sabe
que mira a ningún sitio; que el paisaje
total de lo vivido
tan solo fue paisaje de la memoria
(y el corazón un palabra escrita).
Por eso uno termina señalando
la última página de cada libro
con la tristeza artificial de alguna
lágrima urdida y se descarga
como quien lanza desde el coche
señales con la luz de largo alcance
por una carretera sin servicio.
La curiosidad
de las camas de hotel, a mediodía,
se parece al afán del usurero
en un barrio de pobres de ciudad;
el trazo
de un bolígrafo azul nos restituye
el horizonte de una edad lejana
y el cenicero exhibe la vergüenza
pública de su oficio.
Un lugar
de paso para el sueño, con su tinte
nocturno de concierto y de movida,
su papelera para la rutina
de andar siempre hacia un lado
definitivo
y esa línea imaginaria
que toca los extremos de la carne.
Javier Cano. Lugares para un exilio (2002).
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